4. El conejo de la Luna
Hace siglos, Quetzalcóatl, el Dios grande y bueno, decidió viajar por todo el mundo transformado en una persona humana para evitar ser reconocido. Caminó por montañas, bosques, conoció mares y ríos, y como no había parado todo un día, a la caída de la tarde decidió descansar ya que se sentía fatigado y con hambre. Así que se sentó a la orilla del camino, hasta que se hizo de noche y las estrellas comenzaron a brillar, y una luna anaranjada se asomó a la ventana de los cielos.
Estaba allí descansando y observando la
belleza de la naturaleza, cuando de repente vio a un conejito a su lado, mirándole,
y masticando algo que llevaba entre los dientes.
- ¿Qué estás comiendo?, - le preguntó.
- Estoy comiendo zacate. ¿Quieres un
poco?
- Gracias, pero yo no como zacate.
- ¿Qué vas a comer entonces?
- Morirme tal vez de hambre y de sed, si
no encuentro nada que llevarme a la boca.
El conejito, no satisfecho ni de acuerdo
con lo que acababa de escuchar, se acercó a Quetzalcóatl y le dijo:
- Mira, yo no soy más que un conejito
pequeño, pero si tienes hambre, cómeme, estoy aquí.
Entonces el dios, conmovido e
impresionado con la bondad del conejo, lo acarició y le dijo:
- Tus palabras me emocionan tanto, tanto
que a partir de hoy tú no serás solo un conejito más en la tierra, serás muy
recordado y reconocido por todo el mundo y para siempre, porque te lo mereces
por lo bueno y generoso que eres.
Entonces el dios tomó al conejito en
brazos, lo levantó alto, muy alto, hasta la luna, hasta que su figura quedó
estampada en la superficie de la luna. Luego, el dios lo bajó a la tierra y le
dijo:
- Ahí tienes tu retrato en luz, para que
todos los hombres tengan siempre tu recuerdo.
Y la promesa del dios se cumplió. Cuando
miras a la luna llena en una noche despejada podrás ver la silueta del conejo
que hace siglos quiso ayudar al dios Quetzalcóatl.
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